martes, 14 de enero de 2014

Apenas se escuchaba el lejano murmurar de agua y el suave cantar de los pájaros.  La luz se filtraba entre las hojas de los árboles, cuyas ramas se entrelazaban formando un verde techo. Como era costumbre, la joven niña recorría ágil de aquí para allá, su pomposa falda no era nuca molestia y ni sus preciosos zapatitos de punta brillante y redonda ni sus altos calcetines blancos se manchaban. Sus pasos no resonaban, mas a veces se la oía cantar de forma tan dulce que los pájaros callaban y los pequeños animalitos del sotobosque se acercaban a escuchar.

Cuando llegó al claro, aquel cerca del arroyo, donde los ciervos acuden a pastar, se sentó en la hierba con esa extraña delicadeza suya. Los normalmente asustadizos animales, la aceptaban allí sin temor alguno, como si ese fuera el lugar más lógico en el que encontrar a tan delicada señorita de piel clara, largos rizos y graciosas pecas. Junto a ella crecían salvajes las más bellas plantas, con sus pequeñas flores de hermosos colores y sus suaves tallos y hojas verdes. Como siempre, decidió trenzar con ellas coronas, colgantes y pulseras. En cuanto tocaba una de las ramitas, está se separaba de la planta, como quien se desprende de un abrigo innecesario, como la dama que regala un mechón de su cabello a su amado.

Cuando se cansó se dejo caer sobre la verde alfombra y esperó. Vio al sol ponerse por un lado, tiñendo el cielo de cálidos y brillantes colores, mientras que por el otro ascendía la luna acompañada de azules cada vez más oscuros. Los ciervos y conejos se marcharon y su lugar fue tomado por búhos y luciérnagas.

En casa habían dejado de temer por ella y correr a buscarla si tardaba en volver al ver como los lobos le hacían reverencias y los osos ofrecían su lomo para llevarla.


Así, el bosque vio crecer  a la niña y esta vio como pasaban una tras otra las estaciones, enamorados el uno del otro. 

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