Apenas se escuchaba el lejano murmurar de agua y el suave cantar de los
pájaros. La luz se filtraba entre las
hojas de los árboles, cuyas ramas se entrelazaban formando un verde techo. Como
era costumbre, la joven niña recorría ágil de aquí para allá, su pomposa falda
no era nuca molestia y ni sus preciosos zapatitos de punta brillante y redonda
ni sus altos calcetines blancos se manchaban. Sus pasos no resonaban, mas a
veces se la oía cantar de forma tan dulce que los pájaros callaban y los
pequeños animalitos del sotobosque se acercaban a escuchar.
Cuando llegó al claro, aquel cerca del arroyo, donde los ciervos acuden
a pastar, se sentó en la hierba con esa extraña delicadeza suya. Los
normalmente asustadizos animales, la aceptaban allí sin temor alguno, como si
ese fuera el lugar más lógico en el que encontrar a tan delicada señorita de
piel clara, largos rizos y graciosas pecas. Junto a ella crecían salvajes las
más bellas plantas, con sus pequeñas flores de hermosos colores y sus suaves
tallos y hojas verdes. Como siempre, decidió trenzar con ellas coronas,
colgantes y pulseras. En cuanto tocaba una de las ramitas, está se separaba de
la planta, como quien se desprende de un abrigo innecesario, como la dama que
regala un mechón de su cabello a su amado.
Cuando se cansó se dejo caer sobre la verde alfombra y esperó. Vio al
sol ponerse por un lado, tiñendo el cielo de cálidos y brillantes colores,
mientras que por el otro ascendía la luna acompañada de azules cada vez más
oscuros. Los ciervos y conejos se marcharon y su lugar fue tomado por búhos y
luciérnagas.
En casa habían dejado de temer por ella y correr a buscarla si tardaba
en volver al ver como los lobos le hacían reverencias y los osos ofrecían su
lomo para llevarla.
Así, el bosque vio crecer a la
niña y esta vio como pasaban una tras otra las estaciones, enamorados el uno
del otro.
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