Había una casa vacía, donde vivía una chica solitaria de pálida piel, de cabello desordenado. La casa era grande, llena de habitaciones por recorrer, de estanterías por llenar, de cuadros sin pintar, de ventanas y puertas sin abrir. La chica era pequeña, atestada de sueños por realizar, de ideas que compartir, de tiempo sin aprovechar, de vida sin vivir.
Tenía una larga lista de cosas que hacer, de aventuras que correr, de lugares que visitar, y nunca parecía llegar el momento de completarla. El tiempo pasaba, y pasaba, y pasaba, y ella se desesperaba. Nada cambiaba de un día a otro: las habitaciones seguían sin habitantes, las estanterías no sustentaban nada, los lienzos seguían en blanco, las ventanas estaban atrancadas.
Un día llego a la casa un fantasma que alborotó la calma del lugar. Las flores del jardín, que tanto habían costado mantener con vida, comenzaron a crecer descontroladamente, escalaban enjoyadas enredaderas por las fachadas. Las velas, candelabros y lamparas se encendían solas cada noche, incluso la chimenea si hacía frío. Las polvorientas y aterciopeladas cortinas se abrieron de par en par. Después de mucho tiempo los pájaros volvieron a anidar el los árboles que rodeaban la casa.
Con su poder y, sobre todo, con su compañía, el fantasma había hecho el lugar mucho más cálido y agradable. Pero las estanterías seguían vacías; los lienzos, sin pintar; las habitaciones, sin gente.
Faltaba algo. Faltaba algo. ¿Qué faltaba? ¿Qué faltaba? ¿Cómo conseguir el tiempo? ¿Cómo conseguir las ganas? ¿Cómo conseguir las oportunidades? ¿Cómo conseguir los recuerdos que llenen las estanterías si no se hace nada que merezca ser recordado?
No hay comentarios:
Publicar un comentario