Perdida en el laberinto de la biblioteca de mi mente, entre mesas, libros y cuadros aún sin nombre, atrapada en la soledad cuando tanto en la noche como el día no había nadie para consolarme, que los nombres no significan nada en materia de física, en materia de magia.
Descubrí que las estrellas que creí suyas por llevar su nombre estaban aquí mucho antes de hipnotizarme el sonido de aquella dulce palabra, y que aun cambiándoselo su brillo no se inmuta. Los astros eran míos y siempre lo serán.
He aprendido que no habían muerto, que como carga de un barco en la tormenta en el agua se habían hundido y que poco a poco saldrán a flote y las mareas llevarán sus brillos a costa.
Comprendí que es mi deber cuidarme de aquel que en su huida, como buen pirata, mis joyas robarme trata. Como guardiana de mí misma andaré tormenta para recuperar mis lunas de plata, mis soles de oro, mis libros color café. Y si caen al agua cosas que nunca fueron mías, las dejaré flotando a la deriva para que vuelvan a su hogar.
Como guardiana de mi misma, devolveré lo que es de mi tierra al suelo, lo que es de mi universo al cielo. Buscaré por las costas mis tesoros robados, ahora sin nombre. Y si, tonta de mí, algún otro les vuelvo a poner, cuando su barco zarpe sabré que no pueden llevarse lo que siempre estuvo aquí.
Ahora sé que no fueron más que telescopios sus ojos, nunca lunas de ónice, a través de los que descubrirme. Nunca nada le perteneció, nunca nada me dio.
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