Al llegar el frío diciembre le pedí a las distantes estrellas que parpadean en el cielo un poco de su calidez. Ilusa de mí, que me sorprendí de su negativa. Entonces mis ojos se abrieron, tal vez se cerraron, y dejé de ver su brillo. Después llegaron las lluvias.
Ahora que me marcho, cansada, en busca del amanecer, las nubes por un instante desaparecen y las estrellas se dignan a mostrarme su luz una vez más. Es enfermiza, moribunda y sucia. Miro por última vez al cielo nocturno, con tristeza, y sigo caminando en busca de mi sol perdido, bajo el que refugiarme hasta la primavera.
Sé que volveré a encontrar en la noche el hogar, la tentación y la inocencia, pero no será este cielo egoísta quien escuche mis aullidos. Habrán más lunas, otras estrellas, y siempre el mismo sol al que buscar cuando el resto se apague.
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Solo puedo confiar en mi propio fuego
para mantener encendida
la vela que ilumina mi mirada.
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